El poeta, novelista y ensayista José Manuel Caballero Bonald
ya es un clásico vivo, y es justo que lo felicitemos una vez más desde este
faro, pero no solamente porque le haya sido reconocida esta labor con uno de
los premios mayores, el “Cervantes”, fallado ayer, que ha merecido largamente
en el tiempo y la convocatoria, sino por haber dado constancia, día a día, de
una exigencia estética poco común en nuestras letras, siempre fundida con la
impronta moral.
La larga trayectoria de este poeta niño de la guerra, que
sumara su voz al grupo poético del “mediosiglo”, esculpiendo verbalmente su
concepto de belleza (“música” y “matemática”) unido a una mirada sagazmente
crítica con su tiempo, lo ha señalado como maestro excepcional. Fruto de este
trabajo (digo “trabajo” y no “suerte” ni “azar”, ni “genio” inexplicable) han
sido sus impecables libros de poemas desde el primerizo “Las adivinaciones”
hasta el maduro “Descrédito del héroe”, o las impecables construcciones
narrativas “Dos días de septiembre”,
“Ágata ojo de gato”, premio de la Crítica, “Toda la noche oyeron pasar
pájaros”, “En la casa del padre” y “Campo de Agramante”.
Los estamentos españoles que todavía ordenan implacablemente
el paso de los escritores por las distintas pasarelas convencionales, han
aguardado tiempo y tiempo hasta dar su brazo a torcer, al fin, al tener que
reconocer que ya iba siendo hora de que a un escritor magistral nunca
domesticado, a quien se fue negando sucesivamente la Academia, tenía que ser
distinguido en la edad madura ante sus contemporáneos. No haberlo hecho, habría
situado una vez más a nuestro país en la picota del desdén por sus mejores
hijos, una vez más, como ha sucedido en tantas ocasiones.
Exiliado interior y tenazmente crítico, sin conformarse con lo
que su vida interior y sus sueños le deparaban, Caballero Bonald no ha
renunciado nunca a levantar el espejo ante lo real injusto. El resultado no
siempre tenía el viento a favor. Su talante unamuniano, unido al instinto
juanramoniano, lo ha llevado por laderas inhóspitas no siempre aceptadas por
sus colegas de la pluma,( la vanidad es libre), tal vez porque Caballero Bonald
guardaba tenazmente la esmeralda de quien está tocado por un dios creador no
irresponsable.
Mientras tantos autores publicitaban en tiempos recientes
cosquillas para televidentes aburridos a lo largo de veinte años de espectáculo
fomentado por la burbuja literaria, que también la ha habido y aún existe, cuya
deuda mora subsiguiente hemos de pagar a largo plazo, Caballero Bonald ha ido a la contra pensando
lo que escribe, y esa forma de ser y de crear es otra manera de fijar de nuevo
ese arroyuelo murmurante que se estremece cada mañana sobre el diamante de la
palabra sabia.
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