Muchos
han teorizado sobre el mal. El MAL con mayúsculas. El que está dentro de los
campos de concentración, en Guantánamo, revoloteando por encima de los barcos de refugiados, fotografiándolos con cámaras desde helicópteros para
luego, llevarlos a los despachos donde todo se fragua.
El mal reside en los
palacios en los que se decide cuantas bombas tirar, cuantas niñas no deben
nacer, prohibiendo en el llamado Tercer Mundo, los preservativos para que así
el aborto se haga más doloroso. El GRAN MAL. El que nos hace imposible la
creencia en ese ser superior que permite la barbarie de la naturaleza.
Inundaciones, terremotos, aludes, catástrofes donde mueren cientos de personas
y sufren terriblemente por darse casi siempre en territorios desfavorecidos. El
MAL del que escribió Hanna Arendt (sobre
su banalización), Freud y tantos filósofos o teóricos, incluidos poetas.
Pero
hay otros males. Males cotidianos, males pequeños aparentemente. Males ocultos,
casi invisibles. Son, entre otros, los que llevan encima los ciudadanos que no llevan pese nombre, porque no existen. Aquellas personas que venden La Farola y
que permanecen en la misma esquina durante horas, durante días, siempre
ahí, da igual el momento en el que pasemos. Su rincón es su modo de no vivir.
Entre
ellos quiero nombrar al “Hombre de la Maleta”. Así le llamo yo. Tal vez muchos
le conozcan. Se aposenta frente al Hotel Meliá, en la Calle Princesa de Madrid.
A veces con barba, otras no. El pelo largo. La mirada perdida. Y una maleta, sujeta
con cuerdas a un carrito, donde se pueden ver algunos libros. Es muy frecuente
pillarle leyendo, sentado en el escalón de mármol de una tienda cercana. Sin
duda me conoce, he pasado cientos de veces por su lado, camino de casa de mi
madre. No pide, no habla con nadie.
Simplemente, está. Vive a su manera.
Como
él, hay muchos más. Los vemos delante de los supermercados, apoyados en las
paredes de muchos edificios, esperando tal vez –muchos en silencio- , algo que
seguramente no llegará.
Este
escrito es un homenaje a todos ellos. A ese MAL, ahora con mayúsculas, que nos
rodea, nos inquieta, pero que no sabemos como atajar. No quisiera
culpabilizarnos, pero tampoco dejar de hacerlo. Sólo tomar conciencia de su
existencia. Y luego tomar las medidas que cada uno pueda o sepa hacer.