Una pregunta que no tiene una
respuesta clara. Me gustan las manzanas, pero normalmente no me las como,
aunque sean del tipo “reineta”, mis favoritas. También me gusta ir a casa de mi madre, pero
tampoco es que el comer manzanas me recuerde a mi niñez (¿o sí?), cuando todo
era nuevo, todo era una aventura. Incluso los olores y los sabores que ahora -con
el paso del tiempo-, definiría como normales o cotidianos.
¿Por qué con la primavera, Mariana,
la sin techo que dormía bajo mi ventana, se ha largado?
Hubiera preferido que lo hiciera más
adelante. Aunque esté mal decirlo, me hacía compañía cuando la oía roncar de
noche en esos largos insomnios que padezco y su estar, no siempre tranquilo, me
consolaba. ¿Por qué se habrá ido a esa casa de su falsa hermana que vivía nada
menos que en Valencia? Y además ahora, en plenas Fallas.
¿Por qué todos los amigos y conocidos
que últimamente se han ido -es decir, se han muerto, o desaparecido como
Mariana u otros- me han dejado un halo de insatisfacción? Es como si hubiera necesitado
despedirme, como si no entendiera el por qué ellos no lo han hecho. Y si lo han
hecho, aún me parece pobre su despedida. Y es que, no lo puedo evitar, sigo
deseando que vuelvan.
Y hablando de arquitectura ¿por qué los arquitectos no nos
damos cuenta de una vez por todas que las manzanas ya sólo se comen en casa de
nuestras madres, que lo que se ha ido, se ha ido y no hay vuelta atrás, y que
por mucho que nos empeñemos nada va a ser de nuevo como antes?
Es decir, hay que dejarse de lamentos. No me creo nada sobre
los emprendedores, sobre los indestructibles optimistas (dentro de los que me incluyo),
sobre la bondad de la economía del ladrillo, sobre el resurgir de la construcción o sobre los codiciosos que ponen la mano y esconden la cara.
No me creo, a estas alturas, más que tres hermosas palabras:
VERDAD, BONDAD Y BELLEZA.
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