El empresario y chino Hong Guang Yu Gao, afincado en Madrid desde hace 25 años, declaraba recientemente en un diario: “¡Los españoles son idénticos! No sabía distinguirlos cuando llegué”. Curiosamente los chinos o japoneses también nos parecen a nosotros, todos iguales.
Esto también me está ocurriendo, en otro orden de cosas, con gran parte de las personas que me rodean cotidianamente, sobre todo con los periodistas a los que leo, los políticos -aún de distintas inclinaciones- que nos gobiernan, con mis variopintos conocidos e, incluso, con los profesionales de mi entorno, en estado de emergencia, debido a la crisis. Parece ser que todos –salvando honrosas excepciones- estamos cortados por el mismo patrón, es decir, por el del cinismo, por el de la pérdida de valores (si exceptuamos el valor del dinero o del trabajo imparable y extenuante, o el valor de la prisa)... y, en definitiva, por la común y extendida creencia de que no existen ni buenos ni malos, y que de existir, malos somos todos. ¡Y aquí no se libra ni Dios!
“Dios ha muerto”, dijo Nietzsche, “todo está permitido...” Pero aunque Dios no esté aquí para protegernos, juzgarnos, premiarnos o castigarnos siguiendo la Ley del Talión, ¿no podríamos conservar aquello que llevan inculcándonos durante siglos y que tiene que ver con la compasión (sustantivo terriblemente denigrado), con el reparto equitativo de la riqueza y de los bienes, con tratar de llevar una vida buena y sexualmente activa, con la forma de educar a nuestros hijos, con el cuidado de las personas y por supuesto en el de nuestros mayores, con la generosidad, con no mentir descaradamente, con la honradez, con la solidaridad o con el amor al otro, con el perdón...? Tan extendido está el elogio del mal como desacreditado el del bien. Los hombres y las mujeres ya no distinguimos (ni nos importa distinguir) lo uno de lo otro.
Además “ser bueno” equivale casi a ser tonto. Y el mal es aparentemente más atractivo. Aprovecharse del prójimo, estafar, mentir, robar ante sus narices, carecer de escrúpulos, hacer la guerra y por ende matar, lucrarse con los bienes ajenos, todo eso y mucho más son los ejemplos que cada día nos traen las imágenes de TV referenciando al mal con la vida, un mal con el que ya no hay que enfrentarse, pues forma parte de un todo. Y hemos de amar, dicen los psicólogos machaconamente, a nosotros mismos por encima de cualquier otro, lo que crea una enorme confusión que lleva a un brutal egocentrismo.
Pues bien, en esta entrada quisiera hacer un elogio del bien (que no es sinónimo ni del actual “buenismo”, ni de la mojigatería espiritual).
Un hombre o una mujer de bien, como se decía antes, es aquel que deja una impronta al partir. Son personas normales, honrados, que saben escuchar, que respetan a sus mayores y no les dejan tirados cuando llega el momento, que procuran no mentir, que quieren a la gente. En fin, sería imposible y pretencioso resumir en cuatro líneas lo que los filósofos de todos los tiempos han denominado -y buscado- como los “fundamentos de la moral”.
Un hombre o una mujer de bien, como se decía antes, es aquel que deja una impronta al partir. Son personas normales, honrados, que saben escuchar, que respetan a sus mayores y no les dejan tirados cuando llega el momento, que procuran no mentir, que quieren a la gente. En fin, sería imposible y pretencioso resumir en cuatro líneas lo que los filósofos de todos los tiempos han denominado -y buscado- como los “fundamentos de la moral”.
Sólo una última cosa: las entradas que tiene el Google al teclear “elogio del mal” son 1.530 y las de “elogio del bien”, 253.
1 comentario:
Tu blog es un síntoma de que la cosa funciona. Y tu casa, de letras y conocimientos, también.
A veces no sé qué comentar ante tanto tecnicismo, o algo así. Vengo, leo, cierro, pienso, y al cabo de los cabos horarios vuelvo a aparecer con un comentario aflorando entre mis labios y yéndose a acariciar las yemas de los dedos que te teclean agradecidos...
Un abrazo
Mario
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