lunes, 18 de agosto de 2014

FINLANDIA IV. Anécdotas de un viaje en busca de la luz del norte 1


Para Matilde Villaroig y Pedro, su hijo, magnífico anfitrión

Salimos de casa con el caos típico del verano madrileño. Bocinazos, calor, gentes de todos los colores y tipos invadiendo el centro de Madrid, terrazas llenas, chillidos y bocinazos….para llegar –varias horas después-, a Helsinki, un lugar sin estridencias. Como toda Finlandia.

La arquitectura allí es uniforme, monótona y bella. Acompasada, sin nada que sobresalga o desentone sobre el resto. El diseño invade la ciudad y a falta de él, impera el orden, a diferencia de nuestras caóticas ciudades del sur.

Así sus gentes. Gentes que piden permiso hasta para respirar, que jamás cruzan la calle fuera de un paso de cebra y que, por supuesto, aunque estén a 20 grados bajo cero por la noche y necesiten pasar a la acera de enfrente, sólo lo harán (aunque no se vea un coche en varios kilómetros a la redonda), cuando el monigote esté en verde para los peatones. Conducen igual, se relacionan de la misma manera, nunca alzan la voz en los transportes públicos y existe un cierto halo de tristeza en sus ojos, posiblemente debido a la oscuridad que reina en su vida durante la mitad del año.


Pero estábamos en el mes de julio, así que el sol nunca se ponía. E íbamos a la búsqueda y captura de la arquitectura de Alvar Aalto, especialmente la que diseñó con su primera mujer, Aino, sobre la que yo había comenzado a escribir mi tesis doctoral. Aino Marsio Aalto.


Pedro nos tenía preparado un programa impresionante. Desde aquí se lo agradezco. Sin él nada hubiera sido lo mismo.

Paso directamente al viaje que emprendimos Matilde (la madre de Pedro) y yo rumbo, nada menos que a la Villa Mairea. Alquilamos un coche y nos pusimos en dirección a Noormarkku (al noroeste de Turku), después de haberles escrito un correo la noche anterior para anunciar nuestra llegada.


Al principio del viaje hacia bastante buen tiempo, pero según nos adentrábamos en la Finlandia más profunda, comenzó a llover. Unas tres horas después de iniciar el viaje, por fin llegamos con toda la ilusión que os podéis imaginar por conocer tan mítico lugar. Así que, ni nuestra pérdida al final del trayecto, ni la lluvia que ahora sí caía incesante con el correspondiente barro que impregnaba la tierra, nos hizo dudar ni un segundo de la grandiosidad del momento.


Cuando nos vimos en el porche creo que nuestras emociones estaban algo desatadas. Llamamos al timbre y una mujer nos abrió la puerta para decirnos con frialdad que era imposible para nosotras entrar. No contaban con ello, no podíamos pasar, el correo había llegado tarde, era inútil nuestra insistencia.
 

No nos echamos para atrás por tan poca cosa y claro que insistimos. Qué éramos arquitectas. Qué habíamos volado a  Finlandia con el deseo fundamental de ver Villa Mairea. Qué no nos podían hacer eso ahora. Qué íbamos a ser silenciosas y discretas. Y qué por favor nos dejaran pasar.

No sé si fue la sarta de sandeces que les contamos algo nerviosas, la lluvia que caía sin tregua sobre el porche o que les dimos algo de pena por ser españolas y por tanto, salvajes. El caso es que después de diez minutos de espera bajo el porche en cuestión, se abrió la puerta y con un cierto aire  de superioridad nos dejaron juntarnos con un grupo que ya llevaba 10 minutos de recorrido. Después de abonar 20 € y estar otros 10 minutos, saboreé una de las experiencias más cortas e inolvidables de mi vida.



Eso sí, sólo pudimos ver algunas estancias de la planta baja. Maravillosas, por supuesto. Muebles, espacios, cuadros… todo era tal como había imaginado. No pudimos subir a la planta primera, la escalera diseñada por Aino tenía una cinta que impedía el paso, ni tampoco vimos el estudio ni la cocina u otros lugares más íntimos. Pero resultaba mágico estar allí en silencio procurando guardar en nuestra retina todos esos espacios vistos tantas veces. Pero entonces, reales. El instante era comparable al hecho de acercarse al Museo del Prado para ver in situ el cuadro de Las Meninas,  visto tantas veces en láminas de libros.
 
A la salida, seguía jarreando. Como aparentemente no les importaba que hiciéramos fotos alrededor de la casa ni en el jardín, le propuse a Matilde sacar nuestros bocadillos preparados para el almuerzo y comer sentadas en el porche de la villa, hasta que nos echaran. Resguardadas bajo la pérgola, al lado de la sauna y teniendo como vista frontal el jardín y la piscina, así lo hicimos y –todo hay que decirlo- nadie nos dijo nada.

 

Un final feliz y una experiencia única.

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