Para Matilde Villaroig y Pedro, su hijo, magnífico anfitrión
Salimos de casa con el caos típico
del verano madrileño. Bocinazos, calor, gentes de todos los colores y tipos invadiendo
el centro de Madrid, terrazas llenas, chillidos y bocinazos….para llegar –varias
horas después-, a Helsinki, un lugar sin estridencias. Como toda Finlandia.
La arquitectura allí es uniforme,
monótona y bella. Acompasada, sin nada que sobresalga o desentone sobre el
resto. El diseño invade la ciudad y a falta de él, impera el orden, a
diferencia de nuestras caóticas ciudades del sur.
Así sus gentes. Gentes que piden
permiso hasta para respirar, que jamás cruzan la calle fuera de un paso de
cebra y que, por supuesto, aunque estén a 20 grados bajo cero por la noche y
necesiten pasar a la acera de enfrente, sólo lo harán (aunque no se vea un coche
en varios kilómetros a la redonda), cuando el monigote esté en verde para los
peatones. Conducen igual, se relacionan de la misma manera, nunca alzan la voz
en los transportes públicos y existe un cierto halo de tristeza en sus ojos,
posiblemente debido a la oscuridad que reina en su vida durante la mitad del
año.
Pero estábamos en el mes de julio,
así que el sol nunca se ponía. E íbamos a la búsqueda y captura de la
arquitectura de Alvar Aalto, especialmente la que diseñó con su primera mujer,
Aino, sobre la que yo había comenzado a escribir mi tesis doctoral. Aino Marsio
Aalto.
Pedro nos tenía preparado un
programa impresionante. Desde aquí se lo agradezco. Sin él nada hubiera sido lo
mismo.
Paso directamente al viaje que
emprendimos Matilde (la madre de Pedro) y yo rumbo, nada menos que a la Villa
Mairea. Alquilamos un coche y nos pusimos en dirección a Noormarkku (al
noroeste de Turku), después de haberles escrito un correo la noche anterior
para anunciar nuestra llegada.
Al principio del viaje hacia
bastante buen tiempo, pero según nos adentrábamos en la Finlandia más
profunda, comenzó a llover. Unas tres horas después de iniciar el viaje, por
fin llegamos con toda la ilusión que os podéis imaginar por conocer tan mítico
lugar. Así que, ni nuestra pérdida al final del trayecto, ni la lluvia que
ahora sí caía incesante con el correspondiente barro que impregnaba la tierra,
nos hizo dudar ni un segundo de la grandiosidad del momento.
Cuando nos vimos en el porche creo
que nuestras emociones estaban algo desatadas. Llamamos al timbre y una mujer
nos abrió la puerta para decirnos con frialdad que era imposible para nosotras entrar. No
contaban con ello, no podíamos pasar, el correo había llegado tarde, era inútil
nuestra insistencia.
No nos echamos para atrás por tan
poca cosa y claro que insistimos. Qué éramos arquitectas. Qué habíamos volado
a Finlandia con el deseo fundamental de
ver Villa Mairea. Qué no nos podían hacer eso ahora. Qué íbamos a ser
silenciosas y discretas. Y qué por favor nos dejaran pasar.
No sé si fue la sarta de sandeces
que les contamos algo nerviosas, la lluvia que caía sin tregua sobre el porche
o que les dimos algo de pena por ser españolas y por tanto, salvajes. El caso
es que después de diez minutos de espera bajo el porche en cuestión, se abrió
la puerta y con un cierto aire de superioridad
nos dejaron juntarnos con un grupo que ya llevaba 10 minutos de
recorrido. Después de abonar 20 € y estar otros 10 minutos, saboreé una de las experiencias más cortas e
inolvidables de mi vida.
A la salida, seguía jarreando. Como aparentemente
no les importaba que hiciéramos fotos alrededor de la casa ni en el jardín, le
propuse a Matilde sacar nuestros bocadillos preparados para el almuerzo y comer
sentadas en el porche de la villa, hasta que nos echaran. Resguardadas bajo la
pérgola, al lado de la sauna y teniendo como vista frontal el jardín y la
piscina, así lo hicimos y –todo hay que decirlo- nadie nos dijo nada.
Un final feliz y una experiencia
única.
No hay comentarios:
Publicar un comentario