Amar mi ciudad.
Perderme –ahora-
en mi ciudad.
Sentirla –ahora- como un espacio conocido. No sólo
presentido, sino cierto.
Escuchar –ahora- entre las sirenas de las
ambulancias y el murmullo de los coches,
corriendo veloces hacia ninguna parte, aquella canción. La canción de
esos días en donde todo parecía explotar.
Adivinar –ahora- detrás las farolas de la noche y
del color del los semáforos siempre en rojo, el recuerdo de aquel banco, de
aquel beso. De sus ojos.
Observar –ahora- en los edificios ya lavados, entonces grisáceos y oscuros, el balcón donde vivía. En una calle cercana de la
mía. En el mismo barrio. Apenas a cinco minutos de camino. Tantas veces paseado
de su mano, con la sensación de estar tocando lo prohibido, lo emocionante. Con toda la timidez del primer roce de mi dedo en su dedo. De mi palabra
abrazando su palabra. De mi piel, explorando su piel.
Amar –ahora- los atajos que inventaba para llegar a
mi casa corriendo como un caballo desbocado. Desde que me llamaba para decir
¿quedamos? Hasta que se presentaba en mi portal, esquivando mendigos, policías,
viejas vestidas de luto, caminantes perdidos y chuchos abandonados. Con ojillos
de adolescente enamorado y un libro siempre en su cartera, una flor recién
cortada en la terraza de su casa o un poema.
Saborear- ahora- esos meses de primavera en los que
dos adolescentes nos quisimos, perdidos entre los edificios de la ciudad
que aparecía a nuestros ojos nueva y sorprendente. Descubriendo lugares -
encaramados sobre el viejo tranvía- hasta barrios nunca visitados.
Olvidándonos de todo lo ajeno a nuestro mundo compartido de sueños
Participar –ahora- en una re-memorización de aquel
universo. Se me hace difícil. Se me antoja perdido y lejano.
Pero fue aquel primer amor de primavera, inocente,
tímido y explosivo, lo que me hizo, para siempre, AMAR MI CIUDAD.
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