Regresábamos de la ciudad un domingo por la mañana en coche. Hace algún tiempo ya de esto. Había ido a buscarla a casa de una amiga con la que –junto con otros compañeros- había pasado la noche, esa nueva costumbre que tienen los niños con la que aprenden a compartir sueños, risas y confidencias con sus amigos del colegio. Lo llaman “fiestas de pijamas”. Yo conducía tranquila y ella, sentada a mi lado, me iba preguntando cosas:
-Mamá, ¿por qué estos árboles son tan pequeños?
Recuerdo su pregunta. Y recuerdo también mi contestación que quedó esbozada, paralizada, ante lo que, al cabo de un solo segundo, ocurrió.
-Pues verás. A veces tenemos que plantar bosques enteros porque los necesitamos para vivir y porque los viejos se han muerto, muchas veces a causa del fuego. Y esos árboles que vemos son todavía pequeños, como tú. Los árboles, hija, dan vida a nuestro planeta y no nos damos cuenta lo importante que son -como pasa con muchas otras cosas- hasta que dejan de existir, hasta que los perdemos...
Entonces lo vi. Un coche estaba parado en el carril derecho de la autovía por la que –velozmente- discurríamos. Era rojo y deportivo. Estábamos demasiado cerca y sentí que no me daba tiempo a frenar.
Con un gesto que pretendió ser seguro y casi por intuición, di un rápido giro hacia la izquierda -sin tocar más que levemente el pedal del freno- manteniendo mis manos firmes sujetas al volante. Por detrás del carril- pude verlo por el espejo retrovisor en la fracción de segundo que se tarda en cruzar la frontera entre la vida a la muerte- circulaba otro coche. A velocidad de vértigo, pensé. El conductor, espantado al ver la maniobra, consiguió pegar un escandaloso y hábil frenazo con un enorme chirrido de los neumáticos, hundiendo sus ruedas literalmente en el asfalto.
No sé muy bien como logré sortear el pretil que bordeaba el carril y lo separaba, frágil, de los coches que venían de frente.
Al momento siguiente todo había terminado.
Tuve la inmediata sensación que unas manos invisibles habían guiado las mías. Es prácticamente imposible, pensé, que mis reflejos hubieran sido capaces de hacer todo eso por su cuenta. Mi corazón golpeaba con locura dentro de mi pecho. Como si deseara escaparse y volar.
Volví mi cabeza hacia mi hija y me di cuenta que entre sus manos sostenía una pluma.
- Vaya susto, hija mía.¿Estás bien?
- ¿No lo has visto, mamá? Un ángel ha pasado volando.
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